jueves, 17 de junio de 2010

Mousse de té verde


Esta receta es una versión sencilla de una de mousse que hace un cheff oriental, que más que cocinero, es un artista (y ya perdí el link, así que no les puedo señalar la foto). Yo hice un intento y por supuesto no seguí la receta al pie de la letra. Supongo que por ese motivo a mí no me quedó tan proporcionada. Para hacer 4 postrecitos necesitamos: 1 cucharada de matcha de té verde disuelto en 3 cucharadas de agua caliente (plan B: hacer un té verde fuerte en 3 o 4 cucharadas de agua caliente... a lo simple), jugo y ralladura de medio limón, 2 cucharadas de gelatina sin sabor disueltas en cuatro de agua caliente, 2 yemas de huevo, 2 claras, 200 gramos de queso blanco tipo philadelphia, 50 gramos de azúcar y un fragmento de pionono o una base hecha con galletitas y manteca.

Mezclamos el té con el medio limón exprimido. Cuando entibie agregamos la gelatina sin sabor y mezclamos.  Batimos las yemas con el azúcar hasta el punto letra, juntamos con el queso crema y la preparación del té.  Revolvemos bien. Por último, agregamos suavemente las claras batidas a punto nieve. 
Antes de meter en un molde, nos conviene hacer una base de pionono, como para que el asunto se sostenga. Y luego, una tapa, como para poderle pintar algo verde encima, ya que la mousse, por más que de té verde es, verde no queda. La mousse que hizo este cheff es una obra maestra, pero bueno, usó colorante. Así cualquiera.
Me despido de ustedes con un maravilloso cuento japonés.  Hasta la vista.

Cuerpo de mujer
De Ryunosuke Akutagawa 

Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga. 

1 comentario:

  1. Muchas gracias, Lordskorpius por el link! Muy interesante la información que pasaste! De lo que no estoy segura es si el té verde en saquitos que te venden en el super tiene las mismas propiedades que el té verde de hierbas. De todas formas, ya estoy calentando la pava!

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