Tengo una especie de urgencia en contar una anécdota. Hoy tenía que hacer un pequeño trámite para regularizar mi situación laboral. Me mandaron a una pequeña oficinita que, sin exagerar, medía un metro de ancho por dos de largo. Allí había una señora bastante mayor (en la edad de ser llamada "abuelita") que leía muy entretenidamente una revista de historietas. Apenas me vio entrar, separó la revista del escritorio y me atendió muy solícita y amablemente. Durante el tiempo que estuve ahí, hizo algunas bromas sobre la edad, sobre algunas cuestiones de mi ficha, más otras cosas. Casi terminando el trámite, me acercó una maquinita de estas que registran las huellas en forma digital y me pidió que pusiera cuatro dedos (“pero de a uno, hija”, siguió bromeando). Cada vez que yo ponía un dedo ella apretaba con dedicación científica una tecla en la computadora. Cuando me tocó poner el primer dedo, ella dijo “muy buena huella”. Y las siguientes veces ella volvió a decir “muy-muy buena huella”. Desconozco la razón, pero mientras esto sucedía, yo me inflaba de orgullo. Porque las huellas son algo de uno, algo muy personal. Es como que te digan, cómo me gusta tu nombre, qué bien se ven las líneas de tu mano. Ya me estaba yendo de ese lugar tan afable, muy a pesar mío, con la sensación de haberme encariñado con un personaje de estos que una rara vez se cruza, cuando ella remató: “tus huellas son verdaderamente buenas, están al noventa por ciento. Creo que no va a hacer falta que ingreses con el número de código, la máquina te va a reconocer inmediatamente”. Me fui sintiendo algo muy especial, algo que rara vez una siente, esa agradable y paradógica sospecha de que no hay dos como ella, ni hay dos como el que lee esto, ni hay dos como yo.
Las recetas, por lo visto, cada vez me importan menos. Pero a ella voy:
Ingredientes (para dos personas):
Dos pechugas de pollo sin piel ni hueso
Jugo de 3 naranjas
1 diente de ajo machacado
Salsa de soja
2 cucharadas de mostaza
3 cucharadas soperas de mermelada de cebolla (o 5 cucharadas de azúcar)
Vino blanco
Aceite de oliva
Sal y pimienta
Preparación:
Cortar las pechugas en cubos y poner a macerar con la mostaza, un poco de jugo de naranja, el ajo, sal y pimienta. En wok o sartén grande poner a calentar aceite de oliva. Sellar el pollo a fuego fuerte (reservando el jugo de la maceración). Agregar un chorro de vino blanco y un poco de salsa de soja. Cuando el pollo esté dorado por ambos lados, agregar el jugo de la maceración, más el resto del jugo de naranja que nos quede, la mermelada (o el azúcar). Dejar reducir la salsa hasta que quede espesa y brillante. Perfecto para acompañar con arroz blanco.
En la anécdota que conté al comienzo, no exageré en nada. Es más, para que resultara verosímil tuve que recortar ciertas partes que, al escribirlas, parecían surrealistas. Lo digo con sinceridad, como que tengo las huellas digitales al 90 por ciento. Cuando me encuentro con estas personas que tienen escrito en la frente “busco novelista, cuentista o microrrelatista” me angustio por no poderles ser correspondida.
Como todos sabemos hay, y han habido, infinidad de autores capaces de captar estas vivencias y transformarlas en materia literaria. Los dejo en la afable compañía de uno de ellos.
Desde Documenta mínima:El Sastre
Slawomir Mrozek
El sastre anotó la última medida en su bloc, enrolló la cinta métrica y preguntó:
—¿Desea un traje con un lado o con los dos lados?
—¿Quiere decir normal o reversible?
—No. Pregunto si desea un traje corriente, de un tejido con dos lados, o un traje extra, de un tejido que se ve por un lado.
—¿Cómo… se ve… ?
—Sí, un traje que sólo tiene un lado
—¿Y el otro?
—El otro no existe
Le miré con más atención. Era un vulgar sastre. Mediocre, pueblerino, introvertido y melancólico, sin horizontes. Y de repente una cosa así…
—¿El traje con un sólo lado sería más barato? — pregunté más que por saber el precio, por no dejar ver mi estupefacción. El sastre lo había dicho con mucha seriedad, como si se tratara de algo evidente que no debería sorprenderme. Pero tal vez no fuera más que una broma.
—No, más caro, por supuesto.
—¿Por qué? Dos lados son más que uno.
—Pero un lado está mucho mejor que dos.
—¿Por qué mejor?
—Porque con uno no hay dudas. Hay uno solo y ya está. Y con dos siempre hay problemas.
—¿Qué problemas?
—¿Nunca le ha pasado que se ha puesto algo al revés?
—Sí, pero ¿qué problema hay en eso?
—Hombre, que usted se encuentra entonces en el otro lado.
—Pues basta con quitarse la prenda y ponérsela del otro lado.
—Exactamente. Y entonces está usted de nuevo en el otro lado. Si no esta en un lado, está en el otro, o al revés. Y con un traje con un sólo lado esto no le puede ocurrir.
—Pero en cualquier caso también estoy en algun lado de este único lado.
—No, porque este único lado sólo tiene un lado. En el otro lado no hay ningun lado, así que no puede estar allí.
—Pero, entonces, si estoy en el lado que no existe, ¿dónde estoy?
—En ninguna parte, por supuesto. Pero eso vale dinero.
—¿Mucho?
El sastre miró el bloc, multiplicó unas cifras y sumó los resultados.
—Tanto como esto — dijo, acercándome el bloc e indicándome la suma con la punta del lápiz.
—¡Dios mío! — exclamé —¿Quién se lo puede permitir?
—Nadie — dijo el sastre y cerró el bloc —Entonces, ¿en qué quedamos?
—Hágalo normal.
En La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995.