lunes, 27 de junio de 2011

Helado de mango


Gracias al golpe que me di en la cabeza la semana pasada, dejé de preocuparme por mi crisis existencial y comencé a OCUPARME de ella. Para provocar un cambio en la vida, algo hay que activar. No importa tanto qué es lo primero que uno haga, la cuestión es precipitar la primera ficha de dominó. Después, todo es fácil. Por estos días, justamente, una compañera de trabajo me aconsejó empezar por cambiar de celular. Según ella, ese aparatejo viejo, con la pantalla rajada, privado de tres botones y con una batería de duración máxima de 3 horas, daba asco. Es posible, pensé. Lo que pasa es que invertir en este tipo de cosas no me gusta. El dinero está para cosas mucho más importantes respondí, mientras me acomodaba mis anteojos de leer Riqui Sarkany. Pero algo de razón tenía, porque para mantener la comunicación con alguien, debia atajar con todos los dedos carcaza, antena y botonera, y así no se puede. Entonces fui a una de estas casas de celulares y, mientras el vendedor me mareaba con una cantidad impresionante de modelos, le dije, dame uno cualquiera, pero que sea finito y tenga linterna.
He dado el primer puntapié. Se activó el motor. Puse en en marcha la máquina. Se vienen grandes cambios. A partir de ahora, todo lo que empiece a hacer, será últil y provechoso. Como este riquísimo helado de mango, preparado a fines de una tarde de junio, cuando el termómetro marcaba 3 grados de temperatura.

Ingredientes

Pulpa de 2 mangos
1 cucharada de jugo de limón
150 gramos de azúcar impalpable
300 cm3 de crema de leche

¡Qué fredo!

Procesar la pulpa de mango, el limón y azúcar en licuadora o minipimmer.
Batir la crema de leche unos minutos, hasta que quede ligeramente firme pero sin que llegar a punto chantillí. Agregar la pulpa y mezclar suavemente. Llevar a una fuente y meter en el freezer. Cada rato sacar y volver a mezclar.
Podemos bañar con sirope de mango, que se hace con pulpa de mango procesada y colada, unas gotas de jugo de limón y azúcar. Mezclamos y llevamos a fuego hasta que se reduzca un poco.

Me retiro a meditar cerca de la estufa, no sin antes pasarles el cuento habitual. Robado descaradamente de la página La Pulpera de Fernando Terreno, a quien he sacado textos más de una vez sin mencionar las fuentes, con ustedes:

El fuego, la velocidad, dios.
Cuenta una leyenda hindú que en ocasión de la visita del Maharajá de la región, el jefe de la aldea lo llevó por la calle principal y le mostró a un hombre inclinado ante el fuego y recitando una plegaria.
−Es un sacerdote −dijo el Maharajá.
Y luego vieron a un hombre que, alimentando el fuego con un fuelle, derretía el metal y fabricaba una espada.
−Es un herrero −dijo el Maharajá.
Después se enfrentaron a un hombre que volcaba oro puro, en estado líquido, sobre un molde cuidadosamente labrado.
−Es un orfebre −dijo el Maharajá.
Y al final de la calle había otro hombre que estaba sentado sin hacer nada, pero mirando fijamente el fuego y el Maharajá se sintió desconcertado.
− ¿Qué hace? −preguntó.
− Trata de averiguar qué es el fuego −le contestó el jefe de la aldea −. Es un filósofo.

Sustraído de:
Leonardo Moledo/Esteban Magnani, Diez teorías que conmovieron al mundo, 2006, Buenos Aires, Capital Intelectual.

miércoles, 22 de junio de 2011

Camarones al curry con leche de coco y mango


Hoy escribo un poco adolorida porque ayer me pegué un resbalón culpa de unas semillas de chía desperdigadas por el piso. La posición horizontal en la que quedé me permitió reflexionar sobre el sentido de la vida. ¿Qué hacía yo en el suelo? ¿Por qué no tenía incentivos para levantarme? ¿Por qué me empezaba a agradar esta situación de estar sobre las baldosas frías, rodeada de semillas antioxidantes? ¿Cuándo reaccionaría? ¿Era acaso la crisis "paralizante" de los cuarenta años? ¿Estaba viva, muerta? ¿Acaso había reencarnado en un trapo rejilla? ¿Por qué a mí? A mí que accedo a entrar en la cultura, me adapto a las normas, me adapto al semáforo... ¿Por qué? (en bastardillas, frase de Tom Lupo –¡genio!-). En medio de estas profundas reflexiones, me pareció escuchar una seguidilla de ruidos extraños. El primero, un sobre deslizándose por debajo de la puerta. ¡Otro impuesto más! El segundo, una conversación entre camarones, proveniente de la heladera. El tercero, la voz de mi conciencia: levántate y barre. Hice caso a la tercera voz. Pasé la aspiradora por la cocina y por toda la casa. Luego a la primera: caminé hasta el banco para pagar todos los impuestos adeudados. Regresé a casa y, antes de caer en una nueva crisis existencial -en posición vertical-, y con la ayuda de mi viejo wok, hice acallar la segunda voz con la receta que sigue:

Ingredientes:
6 cucharadas de aceite de oliva
1 cebolla picada
1 diente de ajo picado
3 cucharadas de jengibre fresco rallado
1 taza de leche de coco
250 gramos de camarones
1 mango hecho puré
Sal, pimienta, curry, pimentón.
Si quieren, también chile, locoto o algún ají picante.

Procedimiento:
Picamos el ajo y la cebolla lo más chiquito que podamos. Calentamos aceite de oliva y ponemos a freír la cebolla y el ajo. Apenas la cebolla se empiece a dorar, le agregamos el curry. Salamos y pimentamos. Luego agregamos el puré de mangos (si quieren pueden tamizarlo para quitarle las fibras molestas) y cuando ya esté tomando color (o mejor dicho, sabor), agregamos los camarones limpios, pelados y cocidos. Dejar un par de minutos y agregar la leche de coco. Dejar un ratín más al fuego y retirar. También se le pueden agregar unos chiles o alguna cosa picante. Pero yo lo hice así, medio lavadito, porque a mí no me gusta que los camarones me pidan el libro de quejas. Queda muy lindo espolvoreado de pimentón dulce. Y su perfecto acompañamiento, el arroz blanco.


¿Y qué es lo que dicen los mariscos en la heladera, en la pecera de un restaurante o en el mar? El maestro Woody Allen se los cuenta. Tomado de Narrativa Breve,

Colas de Manhattan
Woody Allen
Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.
«¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo.
«Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta.
«¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas.
«Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras».
«¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?».
«El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa».
A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor.
En ese momento, entró en el restaurante y se sentó en una mesa cercana nada más y nada menos que Bernie Madoff. Si Moscowitz se había sentido amargado e irritado con antelación, ahora jadeaba mientras su cola batía el agua con igual fuerza que el motor de un yate Evinrude.
«No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas».
«No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M.
Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema.
«Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—».
«Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio».
«Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola».
En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque.
«¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?».
Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas.
«¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!».
Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental.
Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.

domingo, 19 de junio de 2011

Crema de batatas, curry y coco


Cuando empecé a escribir en este blog lo hice con la intención de pasar aquellas recetas facilongas por las que solían consultarme mis amigos (básicamente las tres que me sabía de memoria: guacamole, sopa de calabaza y hummus -a ese limitado nivel de cocina llegaba-). Al mismo tiempo, se me ocurrió agregar al blog los textos cortos que están en mi lista de favoritos: microrrelatos, fragmentos de novelas, letras de canciones, chistes y algunos poemas. Como las personas, a lo largo de los años –y por justificados motivos- tienden a abandonar el hábito de lectura, se me ocurrió que, servido un texto en bandeja de plata, alguno pasaría a picar algo. El problema era que yo tenía muchos textos para pasar pero poca idea de cocina. Así que empecé a investigar, a pasear por blogs de cocina y pinchar, con el tenedor en la mano, algunas recetas. En el trayecto me hice amiga de algunas personas, dos de las cuales quisiera nombrar hoy. La primera, Analía de BiblioPeque, una genia escondida detrás de una pantalla de Coronel Dorrego. Ella es la que pone conocimiento, técnica, garra, corazón y fuerza para hacer que los niños lean (y también jueguen, claro, porque pa´ eso son niños!). La otra persona es Juana de La Cocina de Babel, mi guía espiritual gastronómica (sacando la parte de cocinar inocentes conejitos, huérfanas palomas, mondongo o hígado saltado, en lo demás, la sigo en todo). Las dos siempre han sido muy generosas conmigo (entre otras cosas, han convencido a punta de pistola a varios de hacerse seguidores de este blog -enmendado-) y, aunque no las conozco personalmente (si escuchan sonar violines, dispárenles), las quiero! Como Analía no cocina (pone el gancho Paula, su hijita), no puedo pasar una receta suya. Sí puedo pasar una de Juana. Así que posteo, en completa gratitud, la receta más deliciosa y mejor copiada que haya robado a cualquier cocinero: Crema de batata y curry rojo (si clickean sobre ese link llegarán a la receta original). (Sepan disculpar si los mareo con tantos signos de puntuación, es que me estoy preparando para rendir Gramática...). Ahora sí, debajo paso mi versión facilonga, cuarta receta en aprenderme de memoria:

Ingredientes (para 4 personas)
1 kilo de batatas
1 cebolla
2 dientes de ajo
Jengibre rallado
Curry
1 litro de caldo
1 taza de leche de coco
Aceite de oliva, sal, pimienta y cilantro.

Procedimiento:
Pelar y cortar las batatas. En una olla grande poner a calentar el aceite de oliva. Freír unos segunditos el ajo machacado o fileteado e inmediatamente incorporar la cebolla cortada en rodajas finas. Agregar el jengibre rallado, sal, pimienta y el curry. Apenas la cebolla esté trasparente, agregar las batatas y saltear por unos 10 minutos. Luego incorporar el caldo caliente y unas cuantas hojas de cilantro. Dejar cocinando 20 minutos más, hasta que las batatas estén blandas. Apagar el fuego, añadir la leche de coco y pasar por licuadora o minipimmer. Al momento de servir podemos agregar una cucharada más de leche de coco, cilantro fresco o semillas de coriantro.

Esta pasacuentos que soy se despide con un bellísimo relato. Considerado el primer microcuento hispanoamericano escrito, publicado en 1917 y de autoría del mexicano Julio Torri, con ustedes:

A Circe
“¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas. ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

lunes, 13 de junio de 2011

Arroz yamani con salsa agridulce


Ayer, en mi edificio, se rompió el ascensor y tuve que subir por las escaleras. En vez de ir contando los escalones, como hace la gente normal, fui tratando de adivinar quién vivia en cada departamento según los olores que sentían en el pasillo. Como esto ocurrió cerca de las 9 de la noche, fue bastante fácil imaginarlo. Olor a milanesas fritas: la familia de bancarios; olor a puchero: la pareja de jubilados; churrasco pasado: el estudiante de agronomía; huevos rancheros y música estridente: el que se acaba de divorciar. Pero mi entretenimiento pronto llegó a su fin porque, apagada la luz automática del pasillo, me encontré a oscuras, completamente ciega. Mientras tanteaba peldaños con el pie, vi un reflejo amarillento que se escapaba por debajo de una puerta. Luego escuché un tamborilleo extraño, seguido de ruidos de cadenas y golpes contra la pared. Por último, un agudo y escalofriante maullido de gato (¡¿Magui?!). Estampada contra la pared, muerta de miedo, di manotazos hasta conseguir encender la luz. Vi en la pared la numeración de mi piso. Vi en la puerta alborotada la letra de mi departamento. Sí, sí, todo aquello provenía de mi casa. Transpiré, temblé, me desmayé y me recuperé antes de llegar al suelo, porque de pronto caí en la cuenta que todo este misterio doméstico tenia una buena explicación. "Me cacho en dié, otra vez me olvidé encendido el Kohinoor". El ciclón se había llevado por delante dos macetas, tres envases de cerveza, una lata de pintura al aceite y la canasta donde guardo las bolsitas del Coto. Eso sí, el trapo rejilla que habia dejado centrifugando desde la mañana temprano, estaba seco. ¡Qué cabeza la mía! Para bajar un cambio y recuperar el pulso, me puse a cocinar. Si en ese momento algún vecino iba subiendo escaleras, boludeando en vez de ir contando escalones, seguro adivinó que por la noche, en mi viejo wok, se cocinaba la receta que sigue:


Salsa agridulce:
1/2 taza de azúcar
1/4 taza de vinagre blanco
1/2 taza de agua
1/4 taza de salsa de soja
1 cucharada de ketchup
2 cucharadas de maicena

En una ollita poner  a calentar todos los ingredientes menos la maicena. Dejar que caliente y evapore un rato para que espese un poco. Al cabo de 15 minutos aproximadamente, agregar la maicena disuelta en un par de cucharadas de agua y agregar a la preparación. Revolver continuamente hasta que espese (sin parar de mezclar para que no se agrume). Luego retirar y dejar enfriar.


Arroz yamaní: 
2 tazas de arroz yamani
Aceite de oliva
1 morrón rojo
4 cebollitas de verdeo
250 gramos de champignones
1 zanahoria
Tofu (o pollo, como prefieran)
Salsa de soja
Sal, pimienta

Poner a cocinar el arroz en 4 tazas de agua por 25 minutos. Cuando esté listo, colar y reservar. Aparte, cortar todas las verduras en tiras finitas. Poner a calentar un wok o sartén profunda unas cucharadas de aceite de oliva. Agregar la cebolla, morrón, zanahoria y dejar cocinar un rato. Salar y pimentar para que suelten el jugo. Luego agregar los champignones. Agregar un chorro de salsa de soja. Cuando esté todo cocido, agregar el arroz y mezclar en la misma sartén. También podemos ponerle en ese momento unas cucharadas de salsa agridulce para que el arroz empiece a tomar sabor. Por último agregamos tofu o pollo salteado (o las dos cosas, vamos). Servimos agregando por encima la salsa agridulce y rociamos con unas semillitas de sésamo.

Y si hay algo más misterioso que la luz que se escapa por debajo de la puerta de un pasillo a oscuras, esas son las ventanas iluminadas de Roberto Arlt. Afanado de Narrativa Breve:

Las ventanas iluminadas
La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:
-¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene un argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja  entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante que se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo.  Es después del café, de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigila deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.
En todos los bares “imitación Munich” un pintor humorista y genial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejidos y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrero jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable “frau”.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de su vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.

Del libro En la noche. Historias después de hora.
Buenos Aires, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos.

sábado, 4 de junio de 2011

Pan saborizado


Los que constantemente estamos con la idea de hacer dieta (y por "idea" me refiero al significado de la Real Academia Española, “intención de hacer algo”) solemos prometernos cada lunes resignarnos a alguna de las cosas que engordan. Los sosegados prometen resignarse a las pizzas, pastas, papas y embutidos. Los apasionados al chocolate, helados, medias lunas, tartas de ricota y baileys. Los neuróticos a la leche entera, milanesas de soja transgénicas, fritos y enlatados. Los tradicionalistas se resignan al pan. Pero es tan difícil resignarse. Yo no me resigno a nada. ¿Y cómo hago para bajar de peso? No bajo. Pero lo que se dice resignarme, nunca me resigno a las dietas. Producto de este pensamiento ambiguo, femenino y contradictorio, pásoles la receta del pan saborizado:


Pancitos saborizados
(en este caso, de aceitunas)
Para hacer un montón:
1 kilo de harina 0000
1 taza de agua tibia
50 g de levadura fresca
1 taza de aceite de maiz o girasol
100 gramos de aceitunas (negras o verdes) descarozadas
(también puede ser queso rallado, pimentón, cebolla y etcétera)
1 cucharadita de azúcar
2 huevos
Sal y pimienta
Manteca o aceite para engrasar la fuente o los moldes


Llevar la levadura a un bol con el azúcar y un poco de agua tibia. Mezclar con los dedos, hasta que la levadura se desintegre. Dejar un rato en un lugar templado para que espume.
Mezclar la harina con la sal y la pimienta, hacer un hueco en el centro y agregar los huevos, el aceite de maíz, las aceitunas cortadas en rodajitas y, por último y de a poco, el agua con la levadura. Integrar con las manos y empezar a amasar. De ser necesario, agregar más agua tibia. Cuando tengamos una masa homogénea y tierna, guardar en un bol, tapar con un repasador y llevar a un sitio templado para que leve al doble de volumen (una o dos horas). Al cabo de ese tiempo, volver a amasar y, si se puede, dar a la masa pequeños golpes. Dividir la masa en bollitos y acomodar cada uno de ellos en moldes individuales o en una fuente aceitada o enmantecada (dejando espacio para que no se peguen). Volver a guardar en un lugar templado para que vuelvan a levar. Llevar a horno caliente por media hora o un poquito más, hasta que los pancitos estén ligeramente dorados por arriba.

El lunes próximo volveré a recordarme que no me resigno a las dietas. Aún me queda todo un fin de semana para razonar.

Me despido de ustedes con un hermoso, confuso y, a la vez, oportuno cuento. Desde el Portal de difusión de letra uruguaya y latinoamericana, del escritor uruguayo Arthur García Nuñez, alias Wimpi:


Tipo y polilla
Wimpi
Los seres de la Creación han venido demostrando que son capaces de resignarse a cualquier cosa menos a la dieta.
El caballo se resigna a la jardinera, el perro a la cadena, la mosca al flit, el ratón al gato, el tipo a su semejante.
Pero a lo único que no se ha resignado nadie todavía, es a la dieta.
El tipo ha tratado, empero, y por todos los medios, que las restantes especies de la escala zoológica se mueran de hambre.
Utiliza espirales humeantes contra los mosquitos, algodones atados en torno al tronco del rosal contra las hormigas, fiambreras contra las moscas.
Además inventó la escopeta, la creolina y el mercado negro.
Superándose en esa suerte de inventiva dramática, el tipo trató de exterminar la polillla, reacia como él mismo a la dieta, con un procedimiento al que llamó "alkyalation".
En efecto: el doctor Milton Harris, de la Textile Foundation del National Bureau of Standards (U.S.A.) ideó ese procedimiento -"alkyalation"- destinado a la protección de los tejidos de lana y similar, en algunos de sus aspectos y rendimientos, al de la vulcanización del caucho.
El proceso reemplaza débiles conexiones, entre las moléculas de la lana, por recias ligaduras.
Y, entonces, la polilla que se come eso se agarra la peritonitis y muere.
Es como cuando se apelmaza el budín o se pasma la torta pascualina.
Es, asimismo, y en otro sentido, la última obtención del hombre en su lucha contra la polilla.
Luego de "alkyalatar" muchos metros de tejido y, aún, prendas de diversa calidad y formas varias, el doctor Harris y sus colaboradores observaron un suceso realmente extraordinario; las polillas, aleccionadas por la trágica muerte de sus "pioneers", se habían hecho su composición de lugar y, la hora en la que el doctor Harris fue a comprobar los resultados de su descubrimiento, era, también la hora en la que las polillas sobrevivientes se habían puesto a devorar.., los bordes de los tejidos "alkyalotados".
Y advirtió el sabio polillófobo, que las que así comían de la orilla, quedaban además de bien nutridas, en perfecto estado de salud.
Sin que nadie le haya dicho nada, pues, la polilla hizo con la ropa lo mismo que el tipo hace con la fainá.
Y con todo.
Que es, por otra parte, la única manera de salvarse.

Wimpi, Ventana a la calle, Editorial Freeland, Buenos Aires, 1975.

miércoles, 1 de junio de 2011

El cangrejo de huevo que camina


Hola colegas y amigos: quería contarles que, a través de mi cyberamiga Analía de la Biblioteca Popular Coronel Dorrego (Buenos Aires, Argentina) fui invitada a participar en el blog de los BiBlioPeque (el blog de los Peque de la Biblio). La propuesta era colaborar con el proyecto "Juntos es Mejor", "Vivir la igualdad", que promociona la inclusión de los grandes en el mundo de los Peque.
Mi colaboración fue la receta del "Cangrejo de huevo que camina" a la que podrán llegar cliqueando sobre el título.
Estoy muy feliz por haber participado. Muchas gracias a los Peque por dejarme entrar en su blog y muchas gracias a Analía, por haberle dado tan lindo diseño a mi receta, y también gracias por todo lo que hace detrás del telón de los BiBlioPeque.
Lo que lamento en el alma es haberme olvidado de ponerle al cangrejo el elemento esencial: las pinzas! ¡Qué desastre de cocinera soy!
Espero que todos visiten la página de los BiBlioPeque y también, cómo no, la colaboración de la pseudococinera que suscribe. 
Besos, abrazos, saludos... y más besos!
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