viernes, 27 de enero de 2012

Pollo a la naranja



Tengo una especie de urgencia en contar una anécdota. Hoy tenía que hacer un pequeño trámite para regularizar mi situación laboral. Me mandaron a una pequeña oficinita que, sin exagerar, medía  un metro de ancho por dos de largo. Allí había una señora bastante mayor  (en la edad de ser llamada "abuelita") que leía muy entretenidamente una revista de historietas. Apenas me vio entrar, separó la revista del escritorio y me atendió muy solícita y amablemente.  Durante el tiempo que estuve ahí, hizo algunas bromas sobre la edad, sobre algunas cuestiones de mi ficha, más otras cosas. Casi terminando el trámite, me acercó una maquinita de estas que registran las huellas en forma digital y me pidió que pusiera cuatro dedos (“pero de a uno, hija”, siguió bromeando). Cada vez que yo ponía un dedo ella apretaba con dedicación científica una tecla en la computadora. Cuando me tocó poner el primer dedo, ella dijo “muy buena huella”. Y las siguientes veces ella volvió a decir “muy-muy buena huella”. Desconozco la razón, pero mientras esto sucedía, yo me inflaba de orgullo. Porque las huellas son algo de uno, algo muy personal. Es como que te digan, cómo me gusta tu nombre, qué bien se ven las líneas de tu mano. Ya me estaba yendo de ese lugar tan afable, muy a pesar mío, con la sensación de haberme encariñado con un personaje de estos que una rara vez se cruza, cuando ella remató: “tus huellas son verdaderamente buenas, están al noventa por ciento. Creo que no va a hacer falta que ingreses con el número de código, la máquina te va a reconocer inmediatamente”. Me fui sintiendo algo muy especial, algo que rara vez una siente, esa agradable y paradógica sospecha de que no hay dos como ella, ni hay dos como el que lee esto, ni hay dos como yo.
Las recetas, por lo visto, cada vez me importan menos. Pero a ella voy:


Ingredientes (para dos personas):
Dos pechugas de pollo sin piel ni hueso
Jugo de 3 naranjas
1 diente de ajo machacado
Salsa de soja
2 cucharadas de mostaza
3 cucharadas soperas de mermelada de cebolla (o 5 cucharadas de azúcar)
Vino blanco
Aceite de oliva
Sal y pimienta


Preparación:
Cortar las pechugas en cubos y poner a macerar con la mostaza, un poco de jugo de naranja, el ajo, sal y pimienta. En wok o sartén grande poner a calentar aceite de oliva. Sellar el pollo a fuego fuerte (reservando el jugo de la maceración). Agregar un chorro de vino blanco y un poco de salsa de soja. Cuando el pollo esté dorado por ambos lados, agregar el jugo de la maceración, más el resto del jugo de naranja que nos quede, la mermelada (o el azúcar). Dejar reducir la salsa hasta que quede espesa y brillante. Perfecto para acompañar con arroz blanco.

En la anécdota que conté al comienzo, no exageré en nada. Es más, para que resultara verosímil tuve que recortar ciertas partes que, al escribirlas, parecían surrealistas. Lo digo con sinceridad, como que tengo las huellas digitales al 90 por ciento. Cuando me encuentro con estas personas que tienen escrito en la frente “busco novelista, cuentista o microrrelatista” me angustio por no poderles ser correspondida.
Como todos sabemos hay, y han habido, infinidad de autores capaces de captar estas vivencias y transformarlas en materia literaria. Los dejo en la afable compañía de uno de ellos.
Desde Documenta mínima:

El Sastre
Slawomir Mrozek

El sastre anotó la última medida en su bloc, enrolló la cinta métrica y preguntó:
—¿Desea un traje con un lado o con los dos lados?
—¿Quiere decir normal o reversible?
—No. Pregunto si desea un traje corriente, de un tejido con dos lados, o un traje extra, de un tejido que se ve por un lado.
—¿Cómo… se ve… ?
—Sí, un traje que sólo tiene un lado
—¿Y el otro?
—El otro no existe
Le miré con más atención. Era un vulgar sastre. Mediocre, pueblerino, introvertido y melancólico, sin horizontes. Y de repente una cosa así…
—¿El traje con un sólo lado sería más barato? — pregunté más que por saber el precio, por no dejar ver mi estupefacción. El sastre lo había dicho con mucha seriedad, como si se tratara de algo evidente que no debería sorprenderme. Pero tal vez no fuera más que una broma.
—No, más caro, por supuesto.
—¿Por qué? Dos lados son más que uno.
—Pero un lado está mucho mejor que dos.
—¿Por qué mejor?
—Porque con uno no hay dudas. Hay uno solo y ya está. Y con dos siempre hay problemas.
—¿Qué problemas?
—¿Nunca le ha pasado que se ha puesto algo al revés?
—Sí, pero ¿qué problema hay en eso?
—Hombre, que usted se encuentra entonces en el otro lado.
—Pues basta con quitarse la prenda y ponérsela del otro lado.
—Exactamente. Y entonces está usted de nuevo en el otro lado. Si no esta en un lado, está en el otro, o al revés. Y con un traje con un sólo lado esto no le puede ocurrir.
—Pero en cualquier caso también estoy en algun lado de este único lado.
—No, porque este único lado sólo tiene un lado. En el otro lado no hay ningun lado, así que no puede estar allí.
—Pero, entonces, si estoy en el lado que no existe, ¿dónde estoy?
—En ninguna parte, por supuesto. Pero eso vale dinero.
—¿Mucho?
El sastre miró el bloc, multiplicó unas cifras y sumó los resultados.
—Tanto como esto — dijo, acercándome el bloc e indicándome la suma con la punta del lápiz.
—¡Dios mío! — exclamé —¿Quién se lo puede permitir?
—Nadie — dijo el sastre y cerró el bloc —Entonces, ¿en qué quedamos?
—Hágalo normal.

En La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995.


viernes, 20 de enero de 2012

Lemon curd


¿Quién, durante la infancia, no tuvo la necesidad de sacar a relucir alguna fortaleza? En las reuniones de barrio, cada uno de mis hermanos, o primos, o amigos, tenía la necesidad, cada tanto, de cometer algún gesto heroico capaz de provocar admiración. Estaba quien se escapaba por la ventana, en la noche más oscura, saltaba una a una las medianeras de las casas vecinas y al día siguiente relataba, ante un público cercano y selecto, con la dignidad de los héroes, los momentos de aventura de mayor tensión. Los chicos omitían del relato el verdadero final, que solía ser un chancletazo de madre o de padre, que daba fin a la proeza con un “te vas p´adentro”. A la hora de demostrar valentía, nadie se quería quedar atrás. No sé por qué razón, pero los niños, en aquella época, sentíamos que debíamos tener coraje. Por mi parte, como no era diestra para ninguna proeza física (excepto por mi habilidad de colgarme como murciélago de los árboles, un gesto que ya había sido apropiado por mi primo, que era mucho más ágil), no me quedaba otra que encontrar una gesta tranquila y sagaz. Yo probaba mi valentía frente a una heladera, lo mismo que ahora, supongo; convocaba a un pequeño grupo de testigos en la cocina, abría la puerta de la heladera y, estirando la mano, agarraba unos pedazos de limón muy agrios, me los metía en la boca, los masticaba dos segundos y, con un gesto de orgullo y dulzura, como si la acidez del limón no me hubiera afectado, los tragaba. Los espectadores ponían cara de sorpresa, que luego se convertía en gesto de náusea o de asco, y al fin aparecía en sus caras el buscado rictus de admiración. La prueba se daba por terminada y yo, por unos días, me sentía un poco más valiente, aunque también más mentirosa, porque el limón con cáscara no me gustaba. Ni antes ni ahora.


Tantas veces hice esta prueba, que me acostumbré. Quizá sea por eso que hoy, la mayor parte de los postres que me gustan, llevan limón… pero con azúcar, y sin cáscara, porque ya no tengo la necesidad de mentir.
Esta receta me fascina.

Ingredientes
2 yemas
1 huevo
100 gramos de azucar
Ralladura de limón
100 gramos de manteca
Jugo de media taza de limón colado


Procedimiento:
Ponemos a calentar una olla con agua. En otra más pequeña (vamos a hacer un baño maría) agregamos las yemas, el huevo, el azúcar, el jugo de limón y la ralladura. Es decir, todo excepto la manteca.
Cuando el agua esté hirviendo, metemos la ollita chiquita y con batidor de alambre, batimos unos cinco minutos, hasta que la salsa espese y tenga la textura de una crema pastelera. Retiramos del fuego y agregamos la manteca cortada en cuadritos. Revolvemos bien hasta que la manteca se derrita del todo. Y ya tenemos el lemon curd. Podemos usarla de cobertura de un cheescake, para rellenar tarteletitas o guardar en un frasco como si fuera mermelada. 

Esta es una receta para golosos, no importa si uno es cobarde o valiente. Si uno pudiera ser valiente. Si uno pudiera ser un piel roja. Si uno pudiera ser Franz Kafka.

 
El deseo de ser piel roja
Si uno pudiera ser un piel roja... siempre alerta, atravesando los aires sobre un caballo veloz, estremecido una y otra vez sobre la tierra temblorosa, hasta dejar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, sin apenas ver la tierra por delante como pradera de hierba segada, ya sin las crines del caballo, sin la cabeza del caballo.

En Un médico rural y otros relatos pequeños, Impedimenta, Madrid, 2009.

domingo, 8 de enero de 2012

Tarta fría de lima o limón


Desde que se inventó el contestador automático, las personas fuimos haciendo uso de nuestra imaginación para que –evitando dejar grabados nuestros nombres personales-, pudiéramos dejar un indicio que nos identifique. La mayor parte de las veces esa seña es nuestra propia voz. Pero hubo –o aún hay- personas que echaron mano a recursos más creativos.
Están los mensajes de los músicos, un poco solemnes, que te obligan a improvisar un tema importante (una llama para pasar un chusmerío, pero después de escuchar la Obertura 1812 de Tchaikovsky, no te queda otra que decir, “te llamaba para discutir ese libro que te presté hace un tiempo, el de Carl Sagan”).
Otro estilo de mensaje grabado es uno que solía dejar mi hermano. Empezaba con un “hola… hola… hola…” y una, acusando recibo a su conocido problema de audición, respondía, con misericordia, “hola, hola, hola, me oís?!". Pero el tajante sonido de un beep nos hacía caer en la cuenta que el hermano – un poco sordo mas nada tonto- nos había tomando de boluda. La respuesta, entonces, se grababa con cierto tono de revancha, "me debés unos cuantos pesos". Luego una cortaba, porque no era cierto, pero ya no se podía volver la cinta atrás.
El último mensaje que recuerdo es ese que dura una milésima de silencio, inmediatamente seguido de la chicharra. En esos casos una suelta un "ehhhh" y luego corta, porque no tuvo tiempo de pensar qué era lo que hubiera querido decir. Esos son, para mi gusto, los peores de todos, porque al rato no sabemos si llamar de nuevo o dejar la cosas como están.
En fin. Se me acabó la cinta. Hora de volver a la cocina. Qué fiaca.


Para la base: 
300 gramos de galletitas Lincoln (o María)
150 gramos de manteca pomada (o derretida)
Ralladura de lima o limón.

Moler las galletitas con un palote o con las manos, y cuando ya este convertida en arenilla, agregar la manteca derretida (o a punto pomada). Meclar bien con los dedos. Forrar con esta mezcla una base de molde desmontable previamente enmantecado. Apretar bien con los dedos, cubriendo toda la base, que no debe quedar muy fina, sino se quiebra. Guardar en la heladera por un par de horas. Luego llevar 10 minutos a horno suave para que se integre. Retirar del horno y, en el mismo molde, volver a guardar en la heladera hasta que tengamos listo el relleno.  


Para el relleno:
200 cm3 de jugo de lima o limón colado
2 sobrecitos de gelatina sin sabor
1/2 taza de azúcar más 3 cucharadas
1/2 taza de agua
600 gramos de queso finlandia o philadelphia
500 cm3 de crema de leche batida con 3 cucharadas soperas de azúcar
Ralladura de lima o limón

Poner a calentar el agua, la media taza de azúcar, el jugo de lima o limón y la ralladura. Revolver de vez en cuando. Dejar que tome consistencia de almibar (es decir, que se reduzca un 30, 40 %). Cuaundo esté listo, apagamos el fuego, agregamos la gelatina sin sabor y revolvemos bien por un par de minutos, hasta que se hidrate completamente y no quede ni un solo grumo. Dejar reposando hasta que entibie.
Mientras tanto, batimos la crema con las 3 cucharadas de azúcar hasta casi punto chantillí. Luego agregamos el queso crema y batimos un par de minutos más. Por último, agregamos el almibar que tiene la gelatina y batimos un minuto más. Tiene que quedar una crema homogénea. Vertemos sobre el molde desmontable, cubrimos con más ralladura de lima o limón y llevamos a la heladera por unas cuantas horas. 
Queda genial si por encima, una vez que esté solidificada esta tarta, le agregan una capa de lemon curd (pronto paso la receta). 


Volviendo al inicio, así como están las historias de los mensajes que la gente graba en sus contestadores, también están estos otros mensajes, los que nos dejan a nosotros. O mejor dicho, los que le dejan a Juan José Millás.

Avisos
Juan José Millás

El otro día, en el contestador automático de mi teléfono, una voz angustiada había dejado el siguiente mensaje: "Mamá, soy yo, Cristina, que si puedo cenar hoy en tu casa, sólo te llamo para eso, para saber si puedo cenar contigo esta noche, avísame, por favor, no dejes de avisarme estaré toda la tarde aquí, soy Cristina".
Evidentemente, no soy la madre de Cristina, así que se quedó sin cenar la pobre, y yo también, pues no fui capaz de freír un par de huevos conociendo el drama de esa pobre chica. Algunas voces anónimas son como microorganismos que te infectan el día, y no hay Frenadol que las pare.
Al día siguiente de lo de Cristina llegué a casa, le di a la tecla del contestador y alguien dijo: "Pedro, que lo de Luis, por fin, era maligno y encima Marisol se ha roto un brazo. A mamá no le hemos dicho nada todavía porque con las crisis respiratorias que tiene últimamente no lo soportaría. Nacho, por fin, va a repetir el COU". Evidentemente, tampoco soy Pedro, no conozco a Luis ni a Marisol, y me importa un rábano que Nacho repita el COU, pero me amargó la vida esa acumulación de desgracias ajenas, qué quieren que les diga. Cuando llevas dos días seguidos escuchando mensajes de este calibre, el receptáculo donde se aloja la cinta del contestador empieza a parecerte un nicho ecológico donde se reproducen microorganismos perjudiciales para la salud emocional, así que desinfecté la cinta, pero al regresar del trabajo escuche: "Miguel, es la última vez que me das un plantón porque esta misma tarde me voy a suicidar". Tampoco soy Miguel, pero estuve tres días con mala conciencia buscando una muerte violenta en la sección de sucesos, y así no se puede vivir.
De manera que hoy, decidido a defenderme, he marcado al azar unos números hasta dar con un contestador en el que he grabado el siguiente mensaje: "Marta, que vengas en seguida porque Manolito se ha caído por el hueco de la escalera y Ricardo se ha tragado una cuchilla de afeitar, pero no me puedo mover de casa porque no tengo con quién dejar al bebé. Date prisa". Ha sido un desahogo, la verdad, me he quedado más ancho que largo. Y pienso subir el tono si la guerra se prolonga. El que avisa no es traidor.

domingo, 1 de enero de 2012

Helado de roquefort


¡Bienvenido 2012! ¡Bienvenido el verano! ¡Bienvenidos a un nuevo y pujante blog (estemm...)!
Me gustan los inicios. Los arranques de los años, de las estaciones, los inicios de ciertas novelas, de algunas películas, de las agendas y de los cuadernos con espiral. En los inicios es donde está condensada la esencia de las cosas. En cine, por ejemplo –al menos en los clásicos- se concentran, en los diez primeros minutos, los indicios de la totalidad de la trama. No hay más que buscar una película que haya funcionado bien y poner los diez o doce primeros minutos -tantas veces como sea necesario- y empezar a registrar todas las señas que el guión nos va dando: quién es el personaje principal, quién el antagonista y cuál es el conflicto. Incluso se sugiere la pista que anuncia el final. Si alguno tiene tiempo y ganas, pruebe con su película favorita, verá que no miento. Funciona hasta en las peliculas de suspenso.
Como esta receta, de alguna manera, es también el inicio de una temporada, supongo, anticipa lo que vendrá: lo de siempre, vamos; cocina simple, sencilla, accesible, sin muchas pretensiones, "a palo seco", como quien dice. Pero siempre con aplicación y esmero. En ojotas, pero perfumá.


Esta es una receta muy sencilla, apta para darle color a esos filetes de pescado que muchos guardamos en el fondo del freezer. Solo hay que mezclar idénticas proporciones de manteca y queso roquefort (y si tenemos, algún fruto seco, como pistachos, almendras o nueces), batir hasta convertir en una crema y guardar en el freezer o el congelador.
Cuando tengamos hambre -o ganas de usarla- maceramos pescado (lenguado, en este caso) en limón y sal por un rato. Luego lo salteamos en sartén o plancha con unas gotas de aceite de oliva. Antes de que se termine de hacer, le agregamos un poco de vino blanco y cuando esté listo, le agregamos por encima una bochita de este helado de roquefort. La salsa se derrite inmediatamente.


Acá termina la receta. Y empieza el remate literario, que es el inicio de otra cosa. En esta ocasión, tengo el agrado de dejarlos con –según mi punto de vista- el mejor arranque de una novela argentina. Ojalá alguno lo disfrute tanto como yo. 

Zama
Antonio Di Benedetto

    Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
   Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
    Entreverada entre sus palos, se menea la porción de agua del río que entre ellos recae.
   Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
    Ahí estábamos, por irnos y no.

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