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lunes, 5 de diciembre de 2011

Mousse de atún y pistachos



Según cuenta la historia, el pistachero (el árbol que da pistachos), formaba parte de los Jardines Colgantes de Babilonia. Durante las noches de luna llena, los enamorados se ocultaban bajo su sombra y allí esperaban a que la brisa o el viento meciera las ramas y provocara un sonido encantador, consecuencia del golpeteo de las drupas que contenían pistachos. El sonido era tomado como mensaje divino, como respuesta a las más profundas interrogaciones que se hacían los amantes acerca del presente y del futuro. Cada quien lo interpretaba a su forma, entonces, a partir de ahí, surgían nuevos conflictos, nuevas preguntas, y más y nuevas noches en vela bajo la sombra de los pistacheros. Al cabo de algunos siglos se inventó la cebada y todas estas tendencias metafísicas o filosóficas fueron trasladadas a las cantinas.
Así presento esta ficción gastronómica. El budín de atún es una entrada muy popular navideña, especialmente en los países donde Santa Claus anda en ojotas y no en trineo. Lo de los pistachos lo agrego porque queda bien.

¿Cuáles son los ingredientes?
1 lata de atún
1 lata de jamón del diablo
150 gramos de queso tipo filadelphia o finlandia
1 sobre de gelatina sin sabor
1 medida de agua del tamaño de la lata de atún
Pistachos (más de veinte, menos de cincuenta)
Pimienta



¿Y ahora, qué hago?
Llevar el atún, el jamón del diablo y el queso a licuadora. Procesar un par de minutos, hasta que se convierta en una pasteta. No hace falta salar (el atún y el jamón tienen bastante). Buen momento para agregarle unos pistachos picados y pimienta molida.
Aparte, en una ollita, calentar el agua. Antes de que llegue a hervir, apagar el fuego y disolver la gelatina. Revolver bien, hasta que la gelatina se desintegre. Agregar a la preparación anterior y mezclar. Llevar a un molde y luego a la heladera. Enfriar por al menos tres o cuatro horas. Al momento de servir, rociar con aceite de oliva y agregar más pistachos. Si quieren, también unas alcaparras.

Me despido con un cuento fabuloso. Consecuencia del plan-tueque literario con La Pulpera, con ustedes:

ALAS
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron a un niño descalabrado: se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
−¿Por qué no volaste, m'hijo, al sentirte caer?
−¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

domingo, 6 de noviembre de 2011

Hummus de remolacha y garbanzos


En general, no soy de las que atienden el teléfono fijo de la casa. Como no tengo identificador de llamadas, antes de atender, acudo a la intuición. Por el día, horario o fecha, más o menos sé quien puede estar llamando. Si el teléfono suena a la mañana temprano, son los de Telefónica. Si suena un sábado al mediodía, es el llamado de un estudio jurídico que busca con insistencia a una tal Amalia que,–según me contó la operadora en las épocas que yo atendía- sacó un crédito para comprar muchos electrodomésticos y luego se dio a la fuga. Cercana a la fecha de elecciones, hacia las siete de la tarde, llaman los políticos; son estas voces grabadas que empiezan diciendo “hola, no me corte”. Los domingos, alrededor de las seis, suele llamar una tía que busca a un sobrino que tiene un número igual al mío, excepto por el número del medio. La tía esta, que sufre de cataratas, me contó que su sobrino nunca la llama y que necesita desesperadamente pedirle un favor. Una vez me ofrecí a llamarlo yo misma y le pedí el número correcto, pero la señora hizo un largo silencio, soltó un triste suspiro y luego, me cortó. Sospeché entonces que ese sobrino no existía y, con cierta congoja, también dejé de atender los llamados de los domingos a la tarde. 
Pongo en pausa esta conversación y la retomo al final.

A la cocina: esta receta es de mi amiga Juana de La cocina de Babel. Le hice un par de variaciones mínimas, aunque ustedes pueden clickear sobre Hummus de garbanzos y remolachas y leer la receta original.


Ingredientes:
1 taza de garbanzos cocidos.
2 remolachas grandes cocidas
Jugo de medio limón
1 diente de ajo
5 cucharadas de aceite de oliva
Sal, comino y pimentón dulce.
1 cucharada de tahina (si tienen)
Procedimiento:
Llevar a minipimmer o licuadora los garbanzos (sin nada de agua), las remolachas cocidas, peladas y cortadas en cubos, el diente de ajo (sin lo verde del medio), el jugo de limón y, si tienen, un poquito de tahina. Salar y agregar el comino y el pimentón. Procesar un par de minutos, hasta conseguir una pasta consistente. Rociar con sésamo y un poco más de aceite de oliva. Y ya. Muy fácil. Muy deliciosa. Muy colorida. Y muy alegre, como todo lo que postea Juana.

Retomo el tema del teléfono. Como decía, para atender el teléfono fijo de casa, me manejo con la intuición. Sin embargo, hay ciertas llamadas que me son imposibles de adivinar. Las que suenan entre las diez y las doce de la noche son siempre muy misteriosas, yo las atiendo con cierto temor pero también con mucha curiosidad. Ahora, justamente, son las diez de la noche y suena el teléfono. Así que los tengo que dejar.  

El que jadea
De Juan José Millás
(extraído de Documenta Mínima)

Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea.
—¿Quién es? –pregunté.
—Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
—¿Quién era?
—El que jadea —dije.
— Habérmelo pasado.
—¿Para qué?
—No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
—No te importe —decía— todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
—No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
—Se lo voy a contar a tu mujer —respondió en tono de amenaza—. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
—Tampoco es para ponerse así —dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos—. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
—Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
—Se ha ido a misa.
—Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
—¿Quién es? —preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
—Soy el jadeador —dije con naturalidad.
—Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
—Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.

sábado, 22 de octubre de 2011

Pasta de tomates y queso


Esta es una microintroducción:
Hola. Hoy es sábado y llueve. Desde septiembre, todos los sábados llueve.
Esta es una microrreceta:
100 grs. tomates secos, pimentón, 1 diente de ajo, aceite de oliva, queso tipo philadelphia, sal y pimienta. 
Hidratar los tomates en agua hirviendo. Escurrir. Meter todo en un vaso de minippimer o licuadora, y zzZZZg.
Esto, un microfinal:
Chiau.
Y, "si todo es como parece", esto es microficción:
Microrrelato de Fabián Vique.
Microvideo de: no sé (pero, ¡felicitaciones!).

viernes, 2 de septiembre de 2011

Sopa de zapallo estilo thai


Con las huellas digitales siempre tuve un dilema. Me pregunto si las personas que se van para el otro mundo, las que las dejan de usar, se las ceden a los nuevos niños que nacen. ¿Es posible que las huellas se repitan? ¿No podría tener una, acaso, las huellas digitales de Catalina la Grande? Mi primo, cuando era chico, decía que las huellas podían borrarse con un pequeño corte de gillete (“las de los dedos índices”, aclaraba, “porque son las únicas huellas que guarda la policía”). También estaba el niño que contraargumentaba, "eso es imposible; las huellas, por más que uno las borre, a las dos o tres semanas vuelven a crecer”. Los recuerdos también son huellas, y por momentos tienden a desaparecer. Solo que, cuando una quiere, crecen de nuevo. Las estaciones también dejan rastros. El invierno, por ejemplo, ha dejado estalactitas de sopa en mi freezer. En un par de semanas voy a descongelar la heladera. Hay que dejar lugar a los víveres de primavera. Esta es, espero, la última sopa de invierno que hago. Y justamente, de todas las sopas, mi preferida:

Ingredientes
1 kilo de zapallo dulce pelado y troceado
2 litros de caldo (de lo que quieran)
1 manojo de cilantro fresco
1 cebolla
1 diente de ajo
1 cucharadita de curry y otra de jengibre en polvo
Si tienen, leche de coco (yo no tenía...)

Poner aceite de oliva en una cacerola grande (yo usé la essen porque es la que mejor me resulta). Agregar el diente de ajo entero (pelado). Apenas empiece a tostar, agregar la cebolla cortada fina. Saltear hasta que empiece a trasparentar. Agregar luego el zapallo pelado y cortado en trozos. Condimentar con el curry y el jengibre en polvo. Revolver bien y dejar fritando 10 minutos.
De a poco ir incorporando el caldo caliente. Dejar hervir el fuego hasta que el zapallo esté tierno. Agregar las hojas de cilantro. Tapar la olla y dejar reposar. Procesar en licuadora o minipimmer.
Si tenemos en la heladera, al momento de servir, agregar un poco de leche de coco, que le dará un saborcito mágico a la sopa.

Me despido de ustedes, dejando marcas de dedos no muy bien lavados por todos lados: en la puerta de la heladera, en el escritorio, en las teclas de esta computadora...  y también dejando otras huellas, más exquisitas:

Huellas, de Mario Benedetti
(Fuente: Documenta mínima)

En el archivo de las fichas policiales, aquella huella digital estaba a oscuras y se encontraba sola, abandonada. Sentía nostalgia de su mano madre, y sus líneas finas, delicadas, eran como un escorzo de su tristeza. Por eso, cuando se encendió la luz y alguien colocó a su lado una nueva huella, tal irrupción generó una alegre expectativa.
Una vez que el funcionario apagó la luz y cerró la puerta, la huella primera se atrevió a decir:
–Hola.
–Hola –respondió con voz ronca la recién llegada.
–Qué suerte que viniste. A esta altura, la soledad ya me resultaba insoportable. ¿De qué pulgar venís?
–De la mano de un periodista. ¿Y vos?
–Fuerzas represivas.
–Dura tarea, ¿no?
–¿Por qué lo decís?
–Torturas, bah.
–Se habla y se publica mucho, pero no siempre es cierto.
–¿Nunca?
–A veces sí. Reconozco que mi pulgar siguió un curso intensivo de picana.
–¿Cuál es tu mejor recuerdo?
–Si te voy a ser franco, cuando nos encomendaron tareas administrativas. Allí no había llantos ni puteadas ni alaridos. ¿Y el mejor de tu pulgar?
–El tacto de cierto ombliguito femenino. Una colega francesa y el dueño de mi pulgar estuvieron cubriendo los Juegos Olímpicos con variantes de yudo que los dejaron bastante complacidos.
–¿Por qué te tomaron la impresión digital?
–Renovación de cédula. ¿Y a vos?
–Tres años de arresto. Derechos humanos, comisiones de paz, desaparecidos, todas esas majaderías.
–Y aquí ya ves, todos iguales.
–¿Qué nos queda?
–Resignarse. Mi pulgar era ateo.
–Mi pulgar, en cambio, era creyente.
–Eso no importa. Después de todo, la mano de Dios no deja huellas.

Mario Benedetti, "El porvenir de mi pasado", Alfaguara, Madrid, 2003, 216 páginas.

viernes, 19 de agosto de 2011

Sangüich d´anchois et avocat


Muy bien. He conseguido convertir una receta de sandwich en un platillo gourmet. Y todo gracias a la aportación de la receta de L´Exquisit más la colaboración de dos o tres palabritas en francés que, en en materia de gastronomía, cuánto ayudan! Dejando de lado las fuentes y el título marketinero, la verdad es que esto será un sanguche de combinación peligrosa... pero qué nivel! Carlos Sacaan lo garantiza.

Para 4 sanguchitos:
4 panes (negros, integrales o de centeno)
1 palta
8 anchoas en conserva
1 tomate cortadito en rodajas finas
1/2 cebolla cortada en rodajas finas
Aceite de oliva
1 cucharada de mayonesa
1 gotas de jugo de limón
Pimienta y sal



Armado:
Pisar la palta con unas gotas de limón, sal, pimienta, un poco de aceite de oliva y una cucharda de mayonesa hasta tener un puré. Cortar la cebolla y el tomate en rodajas muy finas.
Cortar el pan al medio y rellenar con la palta, el tomate y la cebolla. Aliñar con un poco de sal y aceite de oliva. Agregar un par de filetes de anchoa por cada sandwich.

Una idea exquisita. No es cuento. Lo que sí es cuento es el que sigue. Extraído de Narrativa breve, con ustedes:  

EL PAN AJENO
Varlam Shalámov
Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.
Me senté sobre la litera... Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.
Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.
Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.

Relatos de Kolymá (1978), trad. Ricardo San Vicente, Madrid, Mondadori, 1997, págs. 461-462.

viernes, 5 de agosto de 2011

Camarones con jengibre, chile y miel


Estoy un poquito corta de tiempo últimamente y eso se nota en mi cocina y también en mis introducciones. Esta es una receta que se prepara en 15 minutos, es para una sola persona (no tuve tiempo de calcular el doble), se come -cucurucho de cartón en mano- por la calle, y se escribe en tres minutos treinta. Corta, breve, rapidísima de hacer y, al mismo tiempo, sana, picante, aromática, sabrosa y deliciosa receta (en adjetivos no escatimo). Si alguno tiene más tiempo para disfrutarla, sepa que es mejor acompañarla con arroz blanco, servida en plato, sentado en silla o banco, botella de vino en mesa y en compañía de pariente o amigo.

Ingr. (por apurado)

250 grs. de camarones pelados y cocidos
3 cucharadas de aceite de oliva
1/4 de cebolla rallada
1 diente de ajo machacado
2 cucharadas de jengibre rallado
Chiles disecados cortados chiquitos (cantidad a nivel de atrevimiento)
3 cucharadas de miel
2 cucharadas de salsa de soja (o 4 de vino blanco)
Sal y pimienta

Proc.:

Calentar el aceite en sartén o wok. Agregar el ajo machacado, el chile (o ají picante) y la cebolla rallada. Salar y pimentar. Apenas la cebolla empiece a tomar color, agregarle el jengibre, la miel, la salsa de soja (o vino blanco) y los camarones. Saltear por 5 minutos y servir o comer inmediatamente, que estos camarones son más ricos cuando están calentitos y crocantes.

Corta de recetas. Corta de palabras. Corta, muy corta de cuentos. Pero por cortos cuentos, cortísimos, éstos, los mejores:

La hormiguita viajera. 
La hormiguita viajera se escapó del cuento que lleva su nombre. Negra, en bolas y sin documentos no pudo llegar muy lejos. Llegó hasta acá.

miércoles, 22 de junio de 2011

Camarones al curry con leche de coco y mango


Hoy escribo un poco adolorida porque ayer me pegué un resbalón culpa de unas semillas de chía desperdigadas por el piso. La posición horizontal en la que quedé me permitió reflexionar sobre el sentido de la vida. ¿Qué hacía yo en el suelo? ¿Por qué no tenía incentivos para levantarme? ¿Por qué me empezaba a agradar esta situación de estar sobre las baldosas frías, rodeada de semillas antioxidantes? ¿Cuándo reaccionaría? ¿Era acaso la crisis "paralizante" de los cuarenta años? ¿Estaba viva, muerta? ¿Acaso había reencarnado en un trapo rejilla? ¿Por qué a mí? A mí que accedo a entrar en la cultura, me adapto a las normas, me adapto al semáforo... ¿Por qué? (en bastardillas, frase de Tom Lupo –¡genio!-). En medio de estas profundas reflexiones, me pareció escuchar una seguidilla de ruidos extraños. El primero, un sobre deslizándose por debajo de la puerta. ¡Otro impuesto más! El segundo, una conversación entre camarones, proveniente de la heladera. El tercero, la voz de mi conciencia: levántate y barre. Hice caso a la tercera voz. Pasé la aspiradora por la cocina y por toda la casa. Luego a la primera: caminé hasta el banco para pagar todos los impuestos adeudados. Regresé a casa y, antes de caer en una nueva crisis existencial -en posición vertical-, y con la ayuda de mi viejo wok, hice acallar la segunda voz con la receta que sigue:

Ingredientes:
6 cucharadas de aceite de oliva
1 cebolla picada
1 diente de ajo picado
3 cucharadas de jengibre fresco rallado
1 taza de leche de coco
250 gramos de camarones
1 mango hecho puré
Sal, pimienta, curry, pimentón.
Si quieren, también chile, locoto o algún ají picante.

Procedimiento:
Picamos el ajo y la cebolla lo más chiquito que podamos. Calentamos aceite de oliva y ponemos a freír la cebolla y el ajo. Apenas la cebolla se empiece a dorar, le agregamos el curry. Salamos y pimentamos. Luego agregamos el puré de mangos (si quieren pueden tamizarlo para quitarle las fibras molestas) y cuando ya esté tomando color (o mejor dicho, sabor), agregamos los camarones limpios, pelados y cocidos. Dejar un par de minutos y agregar la leche de coco. Dejar un ratín más al fuego y retirar. También se le pueden agregar unos chiles o alguna cosa picante. Pero yo lo hice así, medio lavadito, porque a mí no me gusta que los camarones me pidan el libro de quejas. Queda muy lindo espolvoreado de pimentón dulce. Y su perfecto acompañamiento, el arroz blanco.


¿Y qué es lo que dicen los mariscos en la heladera, en la pecera de un restaurante o en el mar? El maestro Woody Allen se los cuenta. Tomado de Narrativa Breve,

Colas de Manhattan
Woody Allen
Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.
«¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo.
«Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta.
«¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas.
«Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras».
«¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?».
«El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa».
A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor.
En ese momento, entró en el restaurante y se sentó en una mesa cercana nada más y nada menos que Bernie Madoff. Si Moscowitz se había sentido amargado e irritado con antelación, ahora jadeaba mientras su cola batía el agua con igual fuerza que el motor de un yate Evinrude.
«No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas».
«No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M.
Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema.
«Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—».
«Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio».
«Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola».
En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque.
«¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?».
Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas.
«¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!».
Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental.
Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.

domingo, 19 de junio de 2011

Crema de batatas, curry y coco


Cuando empecé a escribir en este blog lo hice con la intención de pasar aquellas recetas facilongas por las que solían consultarme mis amigos (básicamente las tres que me sabía de memoria: guacamole, sopa de calabaza y hummus -a ese limitado nivel de cocina llegaba-). Al mismo tiempo, se me ocurrió agregar al blog los textos cortos que están en mi lista de favoritos: microrrelatos, fragmentos de novelas, letras de canciones, chistes y algunos poemas. Como las personas, a lo largo de los años –y por justificados motivos- tienden a abandonar el hábito de lectura, se me ocurrió que, servido un texto en bandeja de plata, alguno pasaría a picar algo. El problema era que yo tenía muchos textos para pasar pero poca idea de cocina. Así que empecé a investigar, a pasear por blogs de cocina y pinchar, con el tenedor en la mano, algunas recetas. En el trayecto me hice amiga de algunas personas, dos de las cuales quisiera nombrar hoy. La primera, Analía de BiblioPeque, una genia escondida detrás de una pantalla de Coronel Dorrego. Ella es la que pone conocimiento, técnica, garra, corazón y fuerza para hacer que los niños lean (y también jueguen, claro, porque pa´ eso son niños!). La otra persona es Juana de La Cocina de Babel, mi guía espiritual gastronómica (sacando la parte de cocinar inocentes conejitos, huérfanas palomas, mondongo o hígado saltado, en lo demás, la sigo en todo). Las dos siempre han sido muy generosas conmigo (entre otras cosas, han convencido a punta de pistola a varios de hacerse seguidores de este blog -enmendado-) y, aunque no las conozco personalmente (si escuchan sonar violines, dispárenles), las quiero! Como Analía no cocina (pone el gancho Paula, su hijita), no puedo pasar una receta suya. Sí puedo pasar una de Juana. Así que posteo, en completa gratitud, la receta más deliciosa y mejor copiada que haya robado a cualquier cocinero: Crema de batata y curry rojo (si clickean sobre ese link llegarán a la receta original). (Sepan disculpar si los mareo con tantos signos de puntuación, es que me estoy preparando para rendir Gramática...). Ahora sí, debajo paso mi versión facilonga, cuarta receta en aprenderme de memoria:

Ingredientes (para 4 personas)
1 kilo de batatas
1 cebolla
2 dientes de ajo
Jengibre rallado
Curry
1 litro de caldo
1 taza de leche de coco
Aceite de oliva, sal, pimienta y cilantro.

Procedimiento:
Pelar y cortar las batatas. En una olla grande poner a calentar el aceite de oliva. Freír unos segunditos el ajo machacado o fileteado e inmediatamente incorporar la cebolla cortada en rodajas finas. Agregar el jengibre rallado, sal, pimienta y el curry. Apenas la cebolla esté trasparente, agregar las batatas y saltear por unos 10 minutos. Luego incorporar el caldo caliente y unas cuantas hojas de cilantro. Dejar cocinando 20 minutos más, hasta que las batatas estén blandas. Apagar el fuego, añadir la leche de coco y pasar por licuadora o minipimmer. Al momento de servir podemos agregar una cucharada más de leche de coco, cilantro fresco o semillas de coriantro.

Esta pasacuentos que soy se despide con un bellísimo relato. Considerado el primer microcuento hispanoamericano escrito, publicado en 1917 y de autoría del mexicano Julio Torri, con ustedes:

A Circe
“¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas. ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

viernes, 27 de mayo de 2011

Sopa de cebollas


Hay días en los que una se levanta de la cama y al rato se pregunta y para qué. En general esto sucede cuando la sensibilidad está lo suficientemente recargada para que cualquier imprevisto sea recibido como un  latigazo. Si bien es verdad que la vida tiene sus altibajos y que hay que aprender a transitar la tristeza con la misma decencia que la alegría, también es cierto que andar deprimido es indiscutiblemente perjudicial. La angustia tiene la particularidad de apiñarse en la frente, llenándola de arrugas, nada bueno para quien haya pasado la barrera de los 35 años. Algunos médicos dicen que para evitar que estas tensiones se reflejen en la cara, lo mejor que se puede hacer es… llorar! Hay muchos métodos para hacerlo, cada cual tiene el suyo propio. Yo suelo tirarme a ver una película de estas que me destripan el alma, como ser Bailarina en la oscuridad, Forrest Gump o Made in Lanús. Pero hay una técnica mucho más vieja y efectiva que es la de pelar y cortar cebollas. Y si por casualidad nos encontramos en esta circunstancia, llorando a moco tendido a causa del ácido sulfúrico de una maldita hortaliza, ya relajando las facciones de la frente y cayendo en la cuenta que no teníamos un verdadero motivo para amargarnos, empezando hasta a sonreír, aprovechemos esta parva de cebollas cortadas en rodajas tan finas, para hacer una riquísima sopa. Vamos a la receta:

Ingredientes:
4 potentosas cebollas
1 cucharada de azucar
1/4 taza de vino blanco
1/2 litro de caldo
1/2 litro de leche
3 cucharadas de maicena
3 cucharadas de manteca
2 cucharadas de aceite de oliva
Queso rallado
Sal, pimienta y nuez moscada

La parte donde más se llora:
Rehogar la cebolla en manteca y aceite. Cuando esté dorada, salamos, pimentamos y agregamos la cucharada de azúcar. Luego el vino blanco y a los pocos minutos, el caldo caliente. Retiramos del fuego y procesamos. Volvemos a llevar a la olla y agregamos la maicena previamente diluida en la leche. Calentamos hasta que espese. Servir caliente y por encima agregar nuez moscada, pimienta, queso y, si quieren, también crutones. Panza llena, corazón contento, dicen.
Y si no podemos llorar ni con la cebolla, ni con la película, ni con nada, tomemos nota de las instrucciones que siguen. Desde la página Rincón del Poeta:

Instrucciones para llorar
De Julio Cortázar
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

jueves, 5 de mayo de 2011

Sopa de jitomates mexicana


Bueno, como no soy muy leal en la cocina, esta receta dice ser pero no es "mexicana". Comencé por leer la receta y, al ver que me faltaban algunos ingredientes, la amoldé a mi gusto. Por empezar, no es de jitomates, es de tomates (ya que estamos en Argentina). Después reemplacé el cilantro por la albahaca. Por otra parte no le puse picante (aunque si unas gotas de salsa tabasco... ay, pero qué audaz!). Por último, en vez de ponerle por encima unas gotas de jugo de limón, como hacen los mexicanos,  le agregué queso parmesano rallado. En fin, una pinche sopa, pero riquísima!

Ingredientes:
4 cucharadas soperas de aceite de oliva, 2 de manteca, 2 dientes de ajo, 2 ramas de puerro, 1 kilo y medio de tomates maduros, pelados y sin semillas, 1 litro de caldo de  pollo, chile serrano (para los guapos de endeveras -para los otros, unas gotas de salsa tabasco o simplemente... nada-), sal, pimienta y cilantro (o mejor dicho, albahaca).

Preparación:
En una olla calentar la manteca y el aceite. Añadir los dientes de ajo e inmediatamente, antes de que se doren, los puerros y los tomates cortados en cubos. Apenas empiecen a dorarse, agregar el caldo. Dejar cocinar unos 15 minutos, hasta que espese un poco y, antes de apagar el fuego, agregar las hojas de cilantro o albahaca. Luego procesar en minipimmer o licuadora. Por encima,  echar queso parmesano y una pizca de algo que pique y se aguanten. Lo que sí recomiendo agregar es unas gotas de jugo de limón, que realzan el picor y el sabor de la sopa. Ese es un truquito que aprendí en México varios años atrás y me fascina.

Terminamos esta sencilla receta con un cuento veramente mexicano. El autor es Adolfo Castañón, un escritor (según sus propias palabras) "gastrófilo", quién tiene  editado -además de diversos de ensayo y poemas- un libro de cocina titulado "Grano de sal y otros cristales". Ahora sí, el bellísimo cuento de este autor, extraído de la revista Ficción Minima:

A LA ORILLA DEL MAR DE LAS IGUANAS
Adolfo Castañon
Durante la primera mitad de su vida, la hembra del coelurosario —iguana gigante de cola hueca— se reproduce furiosamente y llega a tener hasta veinte veces camadas de crías que a su vez, al llegar, a la madurez, se entrega a la reproducción con igual furia que sus progenitores, cuando ya no pueden reproducirse, ni tienen que velar por la sobrevivencia de sus crías, pasan las horas y los días emitiendo un monótono canto de celebración de sus descendientes y de los descendientes de sus descendientes... En ciertas fechas del año, las viejas iguanas de cola hueca se reúnen para entonar una especie de canto colectivo que suena a lo lejos como el ruido de una tempestad marina.

miércoles, 6 de abril de 2011

Berenjenas en escabeche


Más que hablar de las cualidades nutricionales y vitamínicas de las berenjenas, preferiría reivindicarlas por su condición estética. No hay piel, en el mundo de las hortalizas, más insólita que la de las berenjenas:  es negra, lisa, tornasolada y de tenues y delicados reflejos morados. El encanto dura poco. A los seis, siete días de permanecer en la heladera su piel se arruga, se marchita y por fin, padece (aggg, me golpea la crisis de los cuarenta años, voy a cambiar de tema).
Para hacer esta receta debemos prescindir de esta interpretación poética (básicamente para no sentir que  pasamos a la berenjena por las armas) y también armarnos de paciencia, ya que debemos aguardar bastante tiempo antes de probar el resultado.

La receta
Ingredientes:
1/2 kilo de berenjenas, 2 dientes de ajo, pimienta en grano, laurel, aceite de maíz, vinagre, sal y aji molido.
Lavar y secar las berenjenas.  Cortarlas en rodajas de 1 cm. Colocar sobre colador y espolvorear con sal gruesa unas horas (o toda la noche). Las berenjenas empezarán a escurrir agua. Al cabo de ese tiempo, enjuagar las rodajas, retirar la sal y llevar a una olla. Cubrir con agua y vinagre (o solo vinagre) y hervirlas a fuego medio. Cuando estén tiernas, las retiramos y las dejamos escurrir en un colador. Luego las apoyamos sobre un plato cubierto de servilletas para quitarles toda el agua posible. Poner una capa de rodajas en un frasco esterilizado. Por encima agregar ajo picado, aji, granos de pimienta, laurel y cubrir de aceite. Volver a agregar berenjenas y repetir el proceso hasta completar el frasco. Tapar bien y llevar (boca para abajo sin son valientes) a un lugar seco y oscuro por un par de meses. Y ya está. A esperar.
Otro día de suerte para mí porque puedo rematar esta receta con un acertadísimo cuento que encontré en la página de Cuentos y más. ¡Ciao!

Escabeche de berenjenas
De Úrsula Buzio

La casa estaba a oscuras, en medio de la noche casi blanca y de un silencio sepulcral. El hombre bajó del caballo y comenzó a llamarla a los gritos y con insultos, como de costumbre. De un puntapié abrió la puerta, lo recibió el olor inconfundible del escabeche de berenjenas. Era su plato preferido; ella lo preparaba como nadie, aunque él nunca se lo dijo.
Siguió avanzando sin dejar de blasfemar y de un manotazo corrió la cortina que separaba los ambientes. La ventana estaba abierta y pudo verla a la luz de la luna. Su sorpresa duró apenas un instante. “Infeliz”, murmuró con desprecio y, quitándose el cuchillo que llevaba en la cintura, de un solo tajo corrió la soga. El cuerpo inerte de la muchacha se ovilló en el suelo. Salió de la pieza sin mirarla.
Al pasar frente al aparador se detuvo; frascos de diferentes tamaños, en fila sobre un estante, lo estaban esperando. Los acomodó cuidadosamente en una bolsa de cuero y se fue hacia la noche. No sabía que llevaba consigo a su propia muerte, repartida en pequeñas dosis de veneno.

En frasco chico. Editorial Colihue.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Hummus de garbanzos y aceitunas negras


Buscando en internet “cuál es la manera más educada de comer aceitunas” (qué ganas, no?) encontré una nota sobre buenos modales en la mesa. Aunque, a grandes rasgos, uno pasa de estas reglas de protocolo, me resultó bastante simpático enterarme que es de mala educación enfriar una sopa soplando. Después de leer esto, una no puede menos que jactarse de no haber hecho tal cosa en una mesa (al menos, en la de un restaurante). Hacia el final de esta nota, encontré la respuesta a mi pregunta: las aceitunas se comen con la mano si son aperitivo y con cubiertos si forman parte de un plato. He salido de la gran duda, me dije, tras lo cual me puse a buscar información sobre la máquina de descarozar aceitunas. Por supuesto que estos datos no me sirvieron para hacer la receta que sigue a continuación, pero me ayudaron a llegar a ella y  también a un exquisito cuento.
Aquí entonces les presento un hummus poco tradicional, uno que lleva aceitunas negras: 

Ingredientes:
300 grs. de garbanzos cocidos (o 1 lata de garbanzos en conserva), 2/3 taza de aceitunas negras descarozadas, una pizca de chile o ají picante (opcional), 2 dientes de ajo, 1/4 taza aceite de oliva.  
Preparación:
Escurrir los garbanzos y reservar el agua. Llevar a procesadora o licuadora con las aceitunas negras descarozadas, los dientes de ajo machacados, la pizca de guindilla, ají picante o chile (si es que lo quieren picante) y poner a procesar.
De a poco agregar el aceite de oliva y, si hace falta, un poco de agua de los garbanzos (muy poco porque tiene que quedar espeso). Dejar procesar un par de minutos, hasta que tenga consistencia de hummus. Rociar por encima con un poco de aceite de oliva y, si quieren, también unos granos de pimienta negra. Llevar a la heladera un rato. Se acompaña con pan de pita tostado.

Entre reglas de buenos modales y aceitunas, no hay mejor ensamble que el cuento "La aceituna del medio" del escritor uruguayo Arthur García Nuñez, mejor conocido como Wimpi. ¡Hasta la próxima!

La aceituna del medio
Wimpi
El saber y la cultura son dos cosas distintas.
El saber depende del número de conocimientos que un hombre ha adquirido. Es una cuestión de cantidad.
La cultura depende del modo en que el hombre se conduzca. Es una cuestión de calidad.
Hay sabios que cuando abandonan la biblioteca, el laboratorio o el anfiteatro, no saben qué hacer. Son sabios incultos.
El médico sabio, por ejemplo, se nota en la forma cómo cura a un enfermo; el médico culto se nota por la forma en que lo trata.

Hombre culto es aquel que con la misma capacidad que cumpliera su tarea profesional, cumple, luego, su tarea de persona.
En el consultorio el médico, en el bufete el abogado, en la cátedra el profesor de historia, utilizan un saber. Pero, luego, ante el semejante que no esté enfermo, que no estudie historia, demuestran —o no demuestran— su cultura.
En una observación panorámica, la cultura es muy parecida a la buena educación.
No puede considerarse bien educada a una persona sólo porque levante el dedo chico al tomar la cucharita del helado.
El no hacer ruido con la sopa, el no atarse la servilleta con un moño en la nuca, son condiciones necesarias de la buena educación, pero no son condiciones suficientes.
Debe entenderse por buena educación el resultado de una integración de educación; la sentimental, la espiritual, la mental, la moral.

Cuando el hombre está bien educado para esas cuatro posibilidades de su volcarse en el mundo, es un hombre bien educado. Un hombre culto. Porque no solamente no le da vuelta los botones al otro mientras le habla, sino que, además, se halla capacitado para situarse —con beneficio para sí y sin perjuicio para los demás— ante el mundo y la vida.
Un ingeniero culto es el que, además de saber construir un puente que no se caiga, pincha la aceituna del medio porque sabe, también, que las otras aceitunas, rodeándola, no la dejarán escapar.

En: Wimpi, La calle del gato que pesca, Buenos Aires, 1978, Editorial Freeland.

viernes, 18 de febrero de 2011

Gazpacho de pepinos


De todo el reino vegetal hay sólo tres cosas que no puedo soportar: la sandía, el melón y el pepino. No sé qué es lo que tienen, pero con tan solo olerlos, me entran náuseas. Sin embargo, luego de haber escuchado que el pepino tiene muchísima vitamina E, que no engorda, quita las ojeras y te pone la piel como quinceañera (estas dos últimas cosas no las digo yo, las decía Michael Jackson), hice el esfuerzo por amigarme.  Empecé por probar diferentes recetas y el mejor  resultado fue este gazpacho. Sabe a pepino, pero a pepino bien (y que se me permita la contradicción). Una verdadera y sana delicia.


Gazpacho de pepinos
Ingredientes (para 2 personas)
2 pepinos
1 diente de ajo
2 yogures naturales sin azúcar (o griegos)
4 cucharadas de aceite de oliva
3 de vinagre
Una pizca de sal



Cortamos los pepinos en cubos (si no los pelan, les saldrá más espeso y menos fino). Los metemos en la procesadora o licuadora con los yogures, el ajo, sal, vinagre, aceite. Si es necesario, rebajamos con un poco de agua fría. Servimos frío con unas cascaritas de pepino picado o menta.
Recuerden que el yogurt debe ser natural sin azúcar y, en lo posible, entero. Si lo hacen con un yogurt endulzado, toda esta receta se irá por la borda.

Seguiré haciendo gazpacho de pepinos mientras dure el verano, más que nada para ver si se cumple la profesía de que se me van a ir las ojeras o que se me van a ir descontando los años :(
Hablando de todo un poco, quiero terminar esta entrada con un relato que me encanta. Es de Fabian Casas, un autor argentino del barrio de Boedo y, aunque no tenga mucho que ver con la historia de los pepinos o los gazpachos, combina a la perfección. Una buena receta siempre liga bien con un buen cuento.

La nave de los sueños
Fabian Casas

Finalmente, el Jedi compró auto. Fue sin querer. Resulta que le prestó la plata a un amigo. Y el amigo le devolvió un auto.
El Jedi medio que se asustó cuando escuchó la propuesta: "Te pago con un coche."
Después los Jedis de la cofradía de Berazategui le aclararon que los coches actuales ya no usan caballos para funcionar. Hay ciertas versiones de la enciclopedia galáctica donde el sistema solar ni figura. Es decir, hasta donde se sabe, en ninguna. Así que no es raro que el Jedi estuviera medio confundido sobre coches y autos. Y a lo mejor esto explica lo que sucedió luego. Porque, según lo que el Jedi siempre decía, él no quería tener auto.
—¡Loco, pero por veinte lucas te llevás una nave! —le dijo su amigo. Y a su manera, algo de razón tenía.
La generosidad de la oferta lo aplastó y le castró todo prurito contra la adquisición de automóviles. El Jedi se subió al auto repartiendo sonrisas. Su amigo lo acompañó en el primer viaje. El Jedi condujo el Renault por las calles de la ciudad, bajo la mirada complacida de su compañero.
—Te gustó, guacho. ¡Decí la verdad!
El Jedi dijo que sí, que la cosa prometía. El confort era estupendo y las ruedas giraban suavemente mientras propulsaban el vehículo hacia una zona despoblada.
Cuando llegaron a las afueras de El Pato, se internaron por un camino vecinal que discurría entre campos sembrados de girasoles.
—¡Pisalo nomás, vas ver cómo anda! ¡Esto vuela, loco!
El Jedi buscó el botón de ignición, pero no lo encontró. Así que le preguntó a su amigo cómo hacía para despegar.
El amigo lo miró.
—¡Pisalo! Apretá el acelerador, nomás.
Cuando iban a una velocidad algo excesiva para seguir pegados a la tierra, el Jedi volvió a preguntar cuándo despegaría el auto.
El amigo le mostró un gesto de preocupación. Le miró la cabeza, más precisamente el punto donde la frente se convierte en cabellera, y luego nuevamente a los ojos.
—¿Cómo que querés despegar, animal?
—¿Pero no va a volar? ¿Acaso no es una nave? - preguntó el Jedi.
Su amigo le devolvió un gesto indescriptible.
Ahí se percató el Jedi de que esa nave plateada no despegaría nunca. Había invertido sus ahorros en un vehículo condenado a arrastrarse por siempre sobre la superficie sólida del planeta.
Volvieron en silencio, andando despacio por la Ruta 2.
Hoy en día suele verse al Jedi yendo de allá para acá, manejando su auto. Escucha la radio, lleva amigos a las fiestas e incluso transporta bafles y consolas de sonido. A bordo, todo es sonrisa y diversión. Pero quien presta atención, podrá ver que a veces hay un dejo de tristeza en el festejo.
En esos momentos el Jedi se relaja, afloja le velocidad y mientras conduce suavemente por la avenida Mitre, emite para sí un ruido imperceptible con los labios.
Simula el añorado rumor de un motor de iones, rumbo a las estrellas. 

domingo, 6 de febrero de 2011

Cebiche peruano


La cocina peruana es muy sabrosa, olorosa y colorida. La receta más representativa de Perú es el cebiche (así se escribe según la Real Academia Española, aunque también se puede escribir seviche, ceviche o sebiche). Según diversas investigaciones, el nombre puede derivar de "sea beach", de la conjunción de  "encebollado" y "limón",  de la palabra árabe "sibech" (comida ácida) o, por  sus  hipotéticos efectos afrodisíacos (y "de levanta muertos"), de la derivación de "cebo para atrapar hombres" e incluso de "pólvora con el que se ceba  su arma de fuego". Sin dudas, un plato fuerte para los lingüistas.
Tradicionalmente se hace con bonito, aunque se puede utilizar cualquier pescado blanco (a excepción de la merluza, que se desarma). 

Ingredientes (para una entrada de 4 personas):
2 filetes de pescado blanco (bonito, corvina, salmón blanco, lenguado u otro)
2 limas (o limón verde)
1 diente de ajo
1 cebolla morada
Cilantro
Jengibre rallado o cortado en rodajas finas
Maíz amarillo
Una pizca de ají picante (aunque el "calavera" lo reemplaza por salsa tabasco)
Pimienta y sal
Procedimiento:
Lavar el pescado y cortarlo en cubos. Agregar el jugo de las limas (o limones), sal, pimienta y el diente de ajo picado. Llevar a la heladera una hora. Al cabo de ese tiempo, agregar la cebolla morada cortada en tiras, el cilantro picado, jengibre rallado o cortado en rodajitas finas y el ají picante. Meter en la heladera una hora más. A la hora de servir, agregar granos de maíz amarillo (ya cocidos) y, si quieren, unas papas cocidas cortadas en cubos.

Así como he dicho que la cocina de Perú es muy sabrosa, olorosa y colorida, también lo es su literatura. Me despido con un cuento de un autor peruano, especialista en microrrelatos de terror. ¡Y buen provecho para todos!

El mounstro de la laguna verde (extraído de "Ajuar funerario").
De FERNANDO IWASAKI
Comenzó con un grano. Me lo reventé, pero al otro día tenía tres. Como no soporto los granos me los reventé también, pero al día siguiente ya eran diez. Y así continué mi labor de autodestrucción. En una semana mi cara era una cordillera de granos, pequeñas montañas nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos de los párpados no me dejaban ver y los que tenía dentro de la nariz me dolían al respirar. Pero seguí reventándolos con minuciosa obsesión. No me di cuenta de que me habían saltado a los dedos y a las palmas de las manos hasta que sentí ese dolor penetrante en las yemas. La infección se había esparcido por todo mi cuerpo y los granos crecían como hongos por mi espalda, las ingles y mi pubis. Si cerraba los brazos se reventaban los granos de mis axilas. Un día no pude más. Me miré al espejo por última vez y dejé sobre la mesa del comedor mi carné de identidad. Después me perdí en la laguna.

 

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